Mi enojo no
refiere tanto a aspectos programáticos. Yo no creo que sea necesario un giro a
la izquierda, porque eso ya se hizo en 2005. Pero lo que me hace frenteamplista
no es sólo una determinada concepción de la justicia y del rol que el Estado debe
tener en la consecución de una sociedad más igualitaria y de personas más libres.
Creo que venimos avanzando a un ritmo razonable (aunque a mí también, a no
dudarlo, me gustaría ver mejores resultados en educación, un Sistema de Salud
verdaderamente universal, o concretado el Sistema Nacional de Cuidados). Pero
cuando en los ochenta, mi madre me explicaba por qué votaba al FA, no sólo
señalaba razones programáticas. Ella me decía, y luego lo comprobé, que blancos
y colorados habían hecho bastante daño al país resolviendo las cosas entre
cuatro paredes, y poniendo a gobernar a personas elegidas en función de
acuerdos políticos espurios, en lugar de
personas capaces. Según mi madre, el FA era distinto, una fuerza unida por convicciones
que permitían superar los intereses personales y sectoriales, y que cuando
gobernara, no sólo aprobaría medidas que beneficiarían a las mayorías, sino que
se aseguraría que estas fueran llevadas adelante por los más capaces.
Lo cierto es que
como tantos otros, he venido viendo con enojo y desilusión, cómo el FA se ha
tradicionalizado, en el mal sentido del término. Cómo cayó en el bochorno de
sacar de la galera una candidatura a la Intendencia, postulando a quién estaba a punto de asumir un Ministerio
crucial, y para el cual estaba mucho más capacitada que quién vino a
sustituirla. Y ello en función del tipo de arreglos y componendas acordadas para
promover a algunos y joder a otros que por tanto tiempo caracterizaron a
blancos y colorados. Y luego vi cómo ese mismo tipo de prácticas se convirtió
en el hacer habitual, cómo se repartían Ministerios, Subsecretarías, Entes, y
hasta direcciones de hospitales en función de cuotas políticas. Y también vi
como un ex compañero de estudios, ahora joven diputado del MPP, las justificaba
diciendo que así lo hacían todos y así se había hecho siempre (¿conocen
argumento más sustantivamente conservador?).
Se trata de
prácticas que no sólo plantean problemas éticos, relativos a las formas, también
hacen al contenido, y a la capacidad de llevar adelante las transformaciones
necesarias. Así, vimos cómo la consecuencia inesperada de que Ana Olivera fuera
postulada a la Intendencia fue nombrar a alguien incapaz en el Ministerio que
ella asumiría, exclusivamente porque pertenecía al mismo partido; alguien que
debió ser removida por incompetente, lo que dio lugar a una serie de enroques,
necesarios solamente porque había que respetar la cuota. (Por suerte, pero
parece que nada más que por suerte, llegó al MIDES alguien particularmente
preparado para la tarea)
He escuchado
suficiente cantidad de politólogos para saber que ese tipo de prácticas apuntala
la cohesión de los partidos y que en ocasiones pueden favorecer la
gobernabilidad. ¿Pero dónde quedamos entonces los frenteamplistas
independientes? ¿Dónde queda esa parte de nuestra identidad relativa a la
honestidad y al compromiso unitario basado en lo programático y no en los
cargos? Si yo quisiera que mi Partido se manejara de esa forma votaría a los
colorados y admiraría a Sanguinetti. ¿Cuándo si no ahora, en las internas,
puedo expresar mi posición? En octubre votaré a Tabaré Vázquez porque
necesitamos cinco años más de transformaciones. Ahora es tiempo de expresar mi enojo
con la nomenklatura. Apoyar a Constanza es la forma que tengo de hacerlo.
Y no sólo mi
enojo, sino también mi preocupación, porque para transformar este país no
alcanza con tener buenas ideas y las mejores intenciones, es crucial hacer bien
las cosas y cada vez las venimos haciendo peor. Y además, ya sabemos dónde
termina esto; termina donde terminó el Partido Colorado, abjurando de su identidad
histórica y peleando por llegar al 15% de los votos. El Frente Amplio es
demasiado importante para permitir que nos suceda lo mismo.
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