Hace ya mucho tiempo que historiadores y filósofos reconocen que en la construcción del conocimiento histórico importa el presente del historiador. De esto deriva, se aduce, el pecado capital de la disciplina: el anacronismo. En un texto publicado en Epílogos y Legados, José Pedro Barrán define el anacronismo como “la atribución al pasado de conceptos, valores, comportamientos, motivaciones de nuestro presente, como si ellos fuesen los naturales, los ‘únicos posibles” (Epílogos y legados, pág. 26)
Creo que ningún historiador discreparía con esta definición, en tanto que evitar el anacronismo, es decir, comprender al otro como diferente, constituye en núcleo de la disciplina. Sin embargo, hay formas extremas de entender el anacronismo que extienden el concepto más allá de lo razonable; y que constituyen en mi opinión un error equivalente al que tratan de evitar.
Un ejemplo, sería creer que nuestras diferencias culturales imponen una barrera impenetrable entre nosotros y las personas del pasado, olvidando que, además de vivir en la cultura, somos seres biológicos y alguna de nuestras características y necesidades son tanto aplicables al Uruguay del siglo XXI, como a la Europa paleolítica. Así, ellos como nosotros necesitamos energía y alimentos; y a ellos como a nosotros nos preocupa nuestra descendencia –si en el pasado no hubiera preocupado a los humanos su descendencia, sencillamente nosotros no estaríamos.
Pero es otra forma extrema de definición de anacronismo –en tanto que cosa a evitar por el historiador- la que me interesa discutir, ya que es el mismo Barrán quien la sustenta.
Para Barrán, “el historiador debe colocarse en el pasado como si fuera el presente del agricultor que no sabe con claridad qué va a pasar con el precio de la soja. Y no creer en la determinación, aprovechándose de las circunstancias de que él conoce el futuro de ese presente. Porque ese presente contenía muchas más posibilidades de las que el futuro indica. Quién no lo haga se termina creyendo el cuento del futuro” (Idem, pág. 166)
En mi opinión Barrán confunde aquí dos cosas diferentes. Es cierto que el historiador no debe pensar que lo ocurrido debía ocurrir –o al menos no en todos los casos-, y debe recordar que los actores del momento no sabían –como él sabe- lo que iba a ocurrir. No lo es que deba colocarse en el pasado como si no conociera su futuro. Y no sólo porque ello sea imposible, tampoco es deseable. De hecho, su conocimiento de lo que vino después es clave para que entienda el pasado, y por tanto para su oficio.
Pongamos un par de ejemplos.
En 1963 un grupo de personas asaltaron el Tiro Suizo en Nueva Helvecia. La acción no fue considerada muy importante en la época, porque los contemporáneos no sabían algo que nosotros sí: se trataba de una acción guerrillera. Si siguiéramos el consejo de Barrán, no consideraríamos ese asalto importante, porque lo que lo hace así es lo que ocurrió después, el lugar que ocupa en la genealogía del movimiento tupamaro. Otro tanto ocurre, por ejemplo, con la negativa de los aristócratas franceses en la década de 1780 a pagar más impuestos. Si ello interesa al historiador de la Revolución Francesa es porque sabe algo que los ellos no sabían: que la convocatoria a los Estados Generales conduciría a una Revolución.
De hecho, y por suerte, en tanto que historiador Barrán no siguió su consejo. De haberlo hecho no podría haber escrito la Historia de la Sensibilidad. Así, su elección de la dicotomía sarmientiana como conceptos coligadores tiene sentido, porque él sabía que aquellas pautas culturales que enmarcaba en la sensibilidad bárbara habían dado lugar a otras, que llamaba civilizadas. Esta comparación con lo que vino después resulta de hecho una característica del conocimiento histórico, y una ventaja que tiene el historiador sobre el estudioso del presente. Además de imposible sería absurdo renunciar a ella.
Si aceptamos que el conocimiento de lo que vino después constituye una ventaja central para análisis histórico, entonces nos enfrentamos a otro problema. El conocimiento histórico será siempre provisional, entre otras razones, porque el historiador no sabe lo que vendrá. Así, quién escribiera sobre la Revolución Francesa en 1825 “sabía” que ella había dado lugar a la Restauración del absolutismo. La revolución podía ser vista entonces como un episodio traumático pero pasajero. Pocos años más tarde, sin embargo, la revolución podría ser vista como lo que –aparentemente- fue: el principio del fin de la monarquía francesa, otrora la más poderosa de Europa.
En resumen, es lo que vino después lo que otorga significación a un hecho, y su conocimiento una ventaja que tiene el historiador sobre las personas que estudia. Renunciar a esta ventaja no sólo es imposible, sino absurdo, y utilizarla conscientemente no constituye anacronismo, en tanto el historiador no olvide que aquello que él sabe era ignorado entonces. Tampoco constituye determinismo, porque aprovechar el conocimiento de lo que vino después no implica suponer que no podía haber ocurrido otra cosa. Finalmente, de aquí se deriva otra razón para la perenne provisionalidad del conocimiento histórico, ya que el historiador nunca tiene todos los elementos, entre otras cosas, porque no sabe lo que vendrá. En ocasiones el celo excesivo en evitar un error conduce a otro, no sé si más o menos grave, pero que también debe ser evitado.
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