viernes, 14 de julio de 2017

Crecimiento y desigualdad en la última década

Publicada en "Periódico El Tejano", año 28, edición 212, Junio de 2017, pág. 12

Lo que ocurra con el ingreso de las personas y cómo se distribuye constituye un factor clave a la hora de evaluar el desempeño de un gobierno. Ello es más cierto, si cabe, en caso de los gobiernos que se declaran de izquierda, ya que reducir la desigualdad suele encontrarse entre sus objetivos fundamentales.
En este sentido, el record de los gobiernos frenteamplistas es claramente positivo. Sea por las razones que sea –“viento de cola” o buenas políticas económicas, sociales o laborales-, lo cierto es que el ingreso creció. Y -como veremos en una próxima nota- lo hizo a un ritmo muy destacable en términos históricos. Pero además, el ingreso se incrementó a un ritmo mucho más rápido para los hogares de ingresos bajos y medios[1], por lo que se observó una reducción de la desigualdad.
La Tabla 1 presenta información que corrobora lo anterior. El índice de Gini, el indicador más utilizado para medir la desigualdad, muestra una caída pronunciada a partir del 2008. Esta reducción tiene un correlato en las diferentes velocidades a las que creció el ingreso en el caso de los más pobres, los sectores medios, y los hogares de altos ingresos. Mientras, entre 2006 y 2016, el ingreso medio creció un 45%, el del 10% más pobre lo hizo un 85%. En el otro extremo, los hogares que se ubican en el decil 10 (es decir el 10% de hogares con mayores ingresos), gozaron de un incremento del 21%. En el medio, los hogares del decil 6 (más “ricos” que el 50% de hogares más pobres, pero más “pobre” que el 40% de hogares más “ricos”) también gozó de un incremento superior al promedio: un 60%. En otras palabras, todos los hogares vieron incrementarse sus ingresos, pero aquellos que partían de un punto más bajo disfrutaron de un ritmo de crecimiento mayor.

Tabla 1
Desigualdad e ingreso medio total y para algunos deciles
Distribución del Ingreso
Ingreso medio real. Pesos de 2016
Año
Índice de Gini
Total
Decil 1
Decil 6
Decil 10
2006
0,455
42.550
9.361
33.614
137.861
2007
0,456
45.198
10.396
36.158
145.086
2008
0,439
49.480
10.886
39.089
159.326
2009
0,438
52.530
11.557
42.549
167.571
2010
0,425
52.965
12.712
43.432
161.015
2011
0,403
56.735
13.616
48.224
163.396
2012
0,379
58.165
15.123
51.767
152.392
2013
0,384
60.604
16.363
52.726
166.056
2014
0,381
61.863
16.703
53.821
168.269
2015
0,386
62.627
17.536
54.485
170.971
2016
0,383
61.714
17.280
53.691
166.628
Fuente: elaborado a partir de datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE)

Tabla 2
Tasa de crecimiento real anual del ingreso medio total y por deciles
Decil
2006-2016
2006-2013
2013-2016
1
6,3%
8,3%
1,8%
2
5,9%
7,6%
2,2%
3
5,5%
7,4%
1,2%
4
5,4%
7,2%
1,1%
5
5,1%
6,9%
1,1%
6
4,8%
6,6%
0,6%
7
4,5%
6,3%
0,6%
8
4,0%
5,7%
0,3%
9
3,5%
4,9%
0,4%
10
1,9%
2,7%
0,1%
Medio
3,8%
5,2%
0,6%
Fuente: calculado a partir de datos publicados por Instituto Nacional de Estadística (INE)

Sin embargo, una mirada más atenta a los datos de la Tabla 1 permite vislumbrar dos períodos distintos, cuyo punto de corte se ubica en 2012 o 2013[2]. Desde allí en adelante, asistimos tanto a una fuerte desaceleración del ritmo de crecimiento del ingreso, como a un parate en la caída de la desigualdad, que se mantiene básicamente estable desde entonces.
La información que se muestra en la Tabla 2 nos permite avanzar en el análisis de los dos sub periodos. Entre 2006 y 2013, los primeros ocho deciles de la población (es decir el 80% de hogares de ingresos bajos y medios) vio acrecentar sus ingresos a un ritmo superior al promedio. Sólo en el último decil los ingresos crecieron menos, pero igual se incrementaron. Desde 2013, por otra parte, se redujo notablemente el ritmo del incremento medio, que pasó de 3,8% anual en el primer período a 0,6% en el segundo. Además, la caída de la desigualdad prácticamente se detuvo.
Lo destacable, es que las diferencias en el ritmo de expansión del ingreso en los diversos deciles no sólo se mantuvieron, sino que incluso se incrementaron en beneficio de los más pobres. Si en el período 2006-2013 la tasa de crecimiento de los primeros cinco deciles (es decir la mitad de menores ingresos) fue una vez y media mayor al crecimiento promedio (7,5% y 3,8% respectivamente), en 2013-2016 fue dos veces y media superior (1,5% y 0,6%).
Mayor aún es el incremento de la diferencia si comparamos las tasas de crecimiento de los primeros cinco deciles con los hogares de mayores ingresos, es decir del último decil. La primera pasó de ser cinco veces mayor a la segunda entre 2006 y 2013 (7,5% vs. 1,9%) a ser quince veces superior en 2013-2016 (1,5% vs. 0,1%).
En otras palabras, el estancamiento en la mejora de la distribución parece estar más asociado a la caída en el crecimiento del ingreso medio que a una igualación del ritmo al que varía el ingreso de los distintos deciles. Como en los últimos años el crecimiento ha sido prácticamente nulo, no ha habido “espacio” o “margen” para reducir la desigualdad sin reducir el ingreso absoluto de los sectores de mayores ingresos. Ya no fue posible, como en el periodo anterior, combinar reducción de la desigualdad con incremento del ingreso para todos.
Habría sido posible desde luego, al menos en un sentido teórico, mantener el ritmo de reducción de la desigualdad por la vía del “reparto”, entendido en un sentido más tradicional, en el que lo que unos ganan lo pierden otros. Otra cosa es la cuestión de la viabilidad. No cabe mayor duda de que es mucho más difícil distribuir en un contexto de estancamiento que en uno de crecimiento.




[1] El tema de cómo el aumento del ingreso ha afectado a los sectores de bajos ingresos y la clase media fue objeto de una columna publicada en Brecha hace un par de años, y que puede descargarse de http://cienciassociales.edu.uy/unidadmultidisciplinaria/javier-e-rodriguez-weber/
[2] En sentido estricto, los datos muestran al año 2012 como aquél de menor desigualdad. Sin embargo, como muestra la Tabla 1, ello se debería a la importante caída del 7% en el ingreso en los hogares del decil 10. Dado que se trata de un resultado muy llamativo, preferimos separar los dos períodos en el año 2013.

lunes, 8 de febrero de 2016

Reducir la desigualdad: ahora viene lo difícil

Publicado en Brecha Nº 1575 del 28 de enero de 2016
En los primeros diez años de gobierno del Frente Amplio el ingreso de los uruguayos, y en especial el de los más pobres, creció a tasas excepcionalmente altas. Sin embargo, tanto las fuentes del crecimiento como de la redistribución se han agotado. El desafío es cómo seguir.


No ha sido la primera vez en nuestra historia que se combina crecimiento con redistribución. Tampoco se trata de una experiencia inédita en la región. Aunque Latinoamérica destaca por su elevada desigualdad, tanto en años recientes como en el pasado se han observado períodos de mejora en la distribución del ingreso. Si generalizamos a partir de esas experiencias, puede sostenerse que para reducir la desigualdad en forma sustantiva y sostenible es necesario transitar dos etapas: una primera en la que deben superarse desafíos enormes, y luego otra en que las dificultades son aun más grandes.
Un país que tuviera un sistema tributario regresivo –donde la desigualdad se incrementa una vez que se tienen en cuenta los impuestos–, con un gasto público social escaso y destinado a sectores de altos ingresos, donde los sindicatos apenas existen y el Estado se abstiene de regular el mercado de trabajo para dejar actuar las asimetrías de poder entre empresarios y asalariados –y cuando interviene lo hace en favor de los primeros–, no es difícil saber qué hay que hacer para reducir la desigualdad.
Pero concretar las políticas necesarias es difícil porque debe vencerse la resistencia de los más poderosos, quienes se benefician de la elevada desigualdad. Sin embargo, en ocasiones ello ha sido posible, como ocurrió en Uruguay en el período reciente y en la década del 40 del siglo pasado, o en Argentina durante los mismos años, o en Chile entre 1940 y 1973. En todos esos casos el cambio político abrió una etapa en la que se acometieron reformas económicas e institucionales que permitieron reducir la desigualdad. El problema que enfrentamos hoy –y también se enfrentó antes– es que esas reformas ya han sido hechas.
En Uruguay, el período de caída de la desigualdad se limitó a cuatro años: entre 2008 y 2012. Es decir que la tendencia progresiva se detuvo antes de que llegara el enlentecimiento de la economía, probablemente porque para entonces las reformas ya habían dado lo que podían dar. Aunque podrían modificarse para mejorar su impacto redistributivo –es el caso de la reforma tributaria–, los efectos de ello serían marginales. El desafío es transitar hacia la nueva etapa, y es allí donde los latinoamericanos, hasta ahora, hemos fracasado.
La fase de distribución estática, que ha consistido en distribuir mejor los ingresos generados por un sistema económico que no ha transitado por cambios estructurales, se ha superado. Ha habido cambios cuantitativos en la medida en que el ingreso creció. Y ello fue una condición necesaria para la redistribución, ya que la oposición de los privilegiados habría sido mucho mayor si su ingreso no hubiera mejorado también. Asimismo, tanto el fortalecimiento de los sindicatos como los efectos de la reforma laboral habrían sido mucho menores si el desempleo no hubiera registrado mínimos históricos. Pero ese ciclo se ha acabado, y quienes deseamos profundizar la reducción de la desigualdad nos enfrentamos, en mi opinión, a tres alternativas.
La primera sería “desensillar hasta que aclare”: concentrarnos en mantener lo logrado, rezar para que los dioses vuelvan a sernos favorables, y esperar el próximo “viento de cola” que en algún momento nos permita explotar nuestras ventajas comparativas estáticas, deseando que entonces haya un gobierno progresista que se preocupe por redistribuir. Su principal defecto no es solamente que implica renunciar a la pretensión de que seamos, al menos en alguna medida, artífices de nuestro destino, sino que supone “estirar” una fase ya agotada en la caída de la desigualdad. Esta senda nos traería, a lo sumo, mejoras marginales de escasa magnitud. Eso estaría bien si nuestra sociedad tuviera una desigualdad baja, como Suecia, entonces podríamos sentirnos satisfechos, pero mientras mantengamos –como aún mantenemos– una desigualdad elevada en términos comparados, la autocomplacencia por lo logrado no parece recomendable.
Una segunda opción sería “galopar hasta enterrarlos en el mar”, avanzando en medidas que redistribuyan el ingreso y la riqueza, elevando, por ejemplo, el salario más allá de lo que ocurra con la productividad, e incrementando la imposición al capital sin preocuparnos por las consecuencias que esto pudiera tener en la inversión. El problema con esta estrategia es que termina mal: más temprano que tarde se produce un retroceso, sea porque los desequilibrios conducen a períodos de estanflación que reducen el salario real, o porque los privilegiados dejan a un lado sus pruritos democráticos y apelan, lisa y llanamente, al poder que poseen en defensa de sus intereses. Así, sea por una cosa, por la otra, o por ambas, es que han naufragado en nuestro continente los intentos de reducción de la desigualdad.
La tercera posibilidad, la única que en mi opinión podría permitirnos continuar la senda de crecimiento con reducción de la desigualdad, es pasar a la segunda fase, algo que nunca ha logrado ningún país latinoamericano. Esta opción supone “desensillar y escalar”. Desensillar no para sentarnos a esperar tiempos mejores, sino porque reconocemos que hemos dejado atrás la pradera y ahora debemos subir una montaña. La cabalgadura que nos ha traído hasta aquí, por buena que fuera, ya no nos sirve. Lo que esta estrategia requiere es, en primer lugar, producir cosas que no producimos, y, en segundo lugar, hacer mejor las que ya hacemos. El crecimiento es necesario porque sin un incremento de la productividad no es posible mejorar el bienestar en el largo plazo,1 pero no cualquier crecimiento sirve. Se requiere incrementar el ingreso a distribuir, transformando la estructura productiva de la economía de la mano de la innovación y el cambio técnico, pero haciéndolo en forma tal que además de ser sustentable en términos ambientales, dirija la mayor parte de ese crecimiento a quienes menos tienen.
Escalar la montaña es muy difícil. Aunque sepamos qué tipo de políticas han sido exitosas en otros casos, no podemos tener certeza de cómo resultarán en el nuestro. Lo que sí sabemos es que no es algo que ocurra espontáneamente. Ni la transformación estructural liderada por la innovación y el cambio técnico, ni la redistribución progresiva del ingreso, suceden sin un conjunto de políticas definidas con esos objetivos. Políticas que, además de no tener garantía de éxito, deben mantenerse por muchos años antes de que empiecen a dar resultados. Si no lo intentamos, deberemos, en el mejor de los casos, contentarnos con lo logrado. Pero dado que no somos Suecia, vale la pena intentarlo.
  1. Eso al menos hasta que alcancemos la situación propia de los países desarrollados donde el nivel de ingreso es menos importante para el bienestar que la desigualdad. Véase, de Richard Wilkinson y Kate Picket, Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva. Madrid, Turner, 2009.

viernes, 3 de abril de 2015

El exabrupto de Mercedes Vigil y la calidad de nuestra democracia

Hace años Carlo Guinzburg escribió un artículo sobre el nacimiento de lo que llamó el “paradigma indiciario”. Según Guinzburg, a fines del siglo XIX se combinaron una serie de desarrollos en el campo de la crítica del arte, de la literatura, y de la medicina, que tenían en común el señalar la significancia de los pequeños detalles porque en ellos que se encontraba indicios de una verdad más profunda. Así, por ejemplo, para asignar adecuadamente la autoría de una pintura, el crítico no debía concentrarse en los rasgos obvios del estilo pictórico, porque ellos eran los más fácilmente imitables. Debía, en cambio, concentrarse en detalles como las curvas de las orejas, porque era allí donde dónde se encontraba la clave de la autenticidad. Y era justamente este fijarse en los detalles, los indicios, lo que garantizaba la efectividad de ese producto literario del siglo XIX que fue Sherlok Holmes.
La primera vez que leí el artículo de Guinzburg lo hice con gran interés, porque diversos autores que respetaba habían señalado su importancia; aunque la verdad, en su momento no capté su valor. Con el tiempo he visto, sin embargo, que efectivamente existen muchas veces indicios, fenómenos realmente menores pero que contienen un significado mayor, por lo que su análisis permite entrever una realidad más profunda y sustantiva. El reciente exabrupto de la señora Vigil entra, en mi opinión, en esa categoría.
Primero aclaremos el contexto. El exabrupto de la señora Vigil no fue algo dicho al azar, una expresión desafortunada captada por un micrófono inadvertidamente encendido. No. Fue escrito,  publicado y reafirmado. ¿Cómo entender entonces semejante ordinariez de parte de quién se percibe a sí misma como un valor de la cultura nacional? En mi opinión pueden aventurarse dos razones que, aunque relacionadas, son diferentes. Ambas permiten explicar semejante salida de tono. La primera refiere a una circunstancia menor, relativa al lugar que ocupa la autora en la cultura nacional y cómo éste afecta su narcisismo. La segunda, más relevante, quizá sea un indicio de algo más importante respecto a la calidad de nuestra democracia, así como a nuestro carácter –querámoslo o no- de sociedad latinoamericana.
Si la calidad literaria y el aporte a la cultura se midiera en función de libros vendidos, parece claro que la señora Vigil ocuparía un lugar destacado entre nuestros intelectuales. Pero si así fuera, Corín Tellado sería más importante para la lengua castellana que Onetti (quizá incluso que Cervantes), Tinelli sería el máximo exponente de la cultura argentina, y Dan Brown el más importante entre los escritores vivos. Las razones por las que un autor alcanza reconocimiento por su aporte artístico son complejas y escapan a mi entendimiento. Tampoco puedo evaluar la calidad literaria de los libros de Vigil, no sólo porque carezco de la capacidad, sino porque no he leído ninguno (gente cuyo gusto aprecio me ha dicho que son malos y hay demasiados libros buenos que aún no he leído como para perder el tiempo). Lo que sí puedo afirmar, y puede hacerlo cualquiera que lea su blog, es que la señora Vigil se cree merecedora a un reconocimiento superior al que recibe. Como ello no ocurre, no sólo defenestra autores que son más exitosos que ella en este sentido, sino que se considera una víctima de una conspiración izquierdista que se las ha arreglado de alguna forma –incluso desde antes de 2005- para negarle el lugar que merece. No llama la atención entonces, que esa actitud de autovictimización la transformara en una persona resentida (recordemos que el tema central del post en cuestión es su frustración ante un Uruguay que no es, según dice, su lugar en el mundo) que necesita rebajar a “los conspiradores” para elevarse a sí misma. Ahí radica, creo, una parte de la explicación del incidente.
Pero pienso que hay otra dimensión que quizá sea un indicio de algo más profundo, y refiere a una situación que ha sido habitual en la historia latinoamericana: la indignación por parte de las elites ante el crecimiento de la influencia política de los sectores populares. Efectivamente, de Bolivia a Sudáfrica, pasando por Argentina y Chile, es habitual que cuando se produce un empoderamiento de los sectores populares, que además suelen tener el mal gusto de elegir como representantes a quienes ellos creen que mejor los representan, algunos elementos de la elite tradicional –estoy tentado de llamarlos intelectuales orgánicos de la oligarquía- salen a la palestra a denunciar la crisis de valores y la decadencia de la cultura. Lo que no admiten, porque todos estamos demasiado imbuidos del discurso democrático, es que lo que realmente les molesta es la idea de que el mecanismo de un ciudadano un voto pueda dar lugar a la elección de gobernantes que carezcan de la aprobación del patriciado vernáculo. Entonces salen a la luz los inquisidores que elevan la cruz para exorcizar el demonio del “populismo”, o, en la versión de Mercedes Vigil, el mal gusto a la hora de vestirse.

Mi trabajo en el área de la historia económica me ha supuesto estudiar la sociedad y la política chilena con una profundidad superior a lo que he hecho con la uruguaya, y la tradicional convicción de las elites trasandinas de tener una suerte de derecho divino respecto al gobierno de su nación fue algo que rápidamente captó mi atención. Siempre creí que allí radicaba una diferencia sustancial respecto de nuestro país, donde los elementos aristocráticos, como hace tiempo señaló Real de Azúa, siempre han sido más débiles. Sin embargo, cada tanto surgen indicios, como la grosería de la señora Vigil que me recuerdan que al fin y al cabo somos un país latinoamericano y aún queda mucha democracia por construir.

lunes, 2 de febrero de 2015

El Partido Colorado, la crisis de 2002, y un poco de filosofía de la historia

La motivación de este post viene dada por dos circunstancias totalmente diferentes que sólo tienen en común su sincronía. Por una parte, el nuevo episodio de la crisis (¿terminal?) del Partido Colorado, esta vez de la mano de la renuncia de su candidato a la Intendencia de Montevideo dentro del Partido de la Concertación. La segunda, una lectura de verano, una de esas novelas de 900 páginas que ahora, culminada la tesis, puedo leer. De esta coincidencia temporal entre una lectura y una coyuntura surge la pregunta que intento explorar en el post: ¿estaría el Partido Colorado en esta situación crítica sin la crisis del 2002? Existe, además, una motivación adicional, y es que en cierta medida voy a discutir conmigo mismo.
En un post anterior sobre la crisis del Partido Colorado (PC) argumenté que la misma era el resultado de un fenómeno estructural, producido a lo largo de dos décadas,  por el cual, a la vez que el PC había abandonado el batllismo, los batllistas habían abandonado al PC. Como resultado, el PC se ubica hoy como el “hermano menor” dentro de un bloque liberal–conservador liderado por el Partido Nacional. Una posición que, creo, es muy probable se transforme en un fenómeno de largo plazo, algo similar a lo ocurrido con el Partido Liberal británico. Pero si bien sostengo que se trata de un cambio estructural, pienso que un fenómeno coyuntural, la crisis de 2002, fue central para que éste se produjera. La idea que deseo explorar es que la crisis constituyó una “coyuntura crítica” que dio lugar a un equilibrio dentro del bloque liberal-conservador que asigna al PC un rol menor, pero que este equilibrio no era ni previsible ni inevitable. Aclaro desde ya, por las dudas, que sigo aquí la receta del famoso economista ruso-americano: 95% especulación y 5% de evidencia.
En estas vacaciones me devoré 22/11/63. Ese es el título de una novela de Stephen King, cuyo protagonista viaja al pasado para evitar el asesinato de JFK. Las (buenas) novelas sobre viajes al pasado son interesantísimas porque suelen abordar dos problemas fundamentales de la filosofía de la historia. Por una parte, exploran las preguntas  contrafactuales del tipo ¿qué hubiera pasado si? ¿Habría habido nazismo si Hitler hubiera muerto en la Primera Guerra? O, como se plantea en la novela, ¿habría habido guerra de Vietnam si no hubieran matado a Kennedy? Anahid Balian, mi profesora de historia de 5º año, gustaba de responder a alguna de mis impertinencias señalando que la historia se ocupa de lo que pasó, no de lo que pudo haber pasado. Es cierto, pero también es cierto –como aprendí después- que preguntarnos sobre lo que pudo haber pasado constituye una herramienta central para comprender y explicar lo que efectivamente pasó. La inmensa mayoría (¿todas?) de las explicaciones históricas tienen implícito un contrafactual en tanto que sin la causa que se imputa en la explicación se supone que el fenómeno en cuestión no habría ocurrido. El segundo de los problemas filosóficos relativos al conocimiento histórico a los que las novelas de ese tipo están suelen dar lugar es a la relación entre las estructuras y las contingencias, entre el azar y la necesidad. Si, como en el caso de la novela, lo que se modifica en el ejercicio de razonamiento contrafactual es un suceso –el asesinato de Kennedy- en lugar de una estructura o un contexto de mayor calado –la Guerra Fría-, entonces se acepta que lo contingente e imprevisible cumple un rol importante en el devenir histórico: la Guerra Fría no determinaba la necesidad de una guerra en Vietnam. Un factor circunstancial, como quién presidía los EE.UU. en la segunda mitad de los años sesenta, habría sido determinante.
Pongamos esto en unos términos un poco más “elevados” apelando a un poco de “filosofía de la historia”, pero de la mano de un Premio Nobel en química que se preciaba de haber introducido la contingencia histórica en las ciencias físicas. Para Prigogine, “comprender una historia no es reducirla a regularidades subyacentes ni a un caos de sucesos arbitrarios; es comprender a la vez las coherencias y sucesos: las coherencias en tanto que pueden resistir los sucesos y condenarlos a la insignificancia o, por el contrario, ser destruidas o transformadas por algunos de ellos; los sucesos en tanto que pueden o no hacer surgir nuevas posibilidades de historia.”[1]
Es decir, de lo que se trata es de indagar en las relaciones entre los fenómenos estructurales (coherencias) y los contingentes (sucesos), entendiendo la historia como el resultado de la interacción entre ambos. En algunos casos los procesos estructurales “absorben” los sucesos, la estructura permanece en pié. Pero en otros, los sucesos pueden dar lugar a un nuevo equilibrio, un nuevo tipo de estructura. Podemos hablar en esos casos de “coyunturas críticas” o, como el mismo Ilya Prigogine prefería, “puntos de bifurcación”:
“Llamamos bifurcación al punto crítico a partir del cual se hace posible un nuevo estado, los puntos de inestabilidad alrededor de los cuales una perturbación infinitesimal es suficiente para determinar el régimen de funcionamiento macroscópico de un sistema, son puntos de bifurcación”.[2]
Podemos ilustrar el concepto con un diagrama de bifurcación (Figura 1), tomado de la lectura que hiciera Prigogine al momento de recibir el Premio Nobel de Química en 1977.

Figura1: Diagrama de Bifurcación

Fuente: Prigogine, Nobel lecture, 1977

En el diagrama se observa cómo, a partir de determinados niveles del parámetro l, el sistema se vuelve inestable, existiendo más de una solución. A partir del punto de bifurcación A, el sistema puede recorrer dos senderos distintos, sin que podamos predecir a priori, cual recorrerá. Para explicar un estado dado de un sistema de este tipo es necesario recurrir a su historia:
“La definición de un estado, más allá del umbral de inestabilidad, no es ya intemporal. Por ello,  no basta referirse a la composición química y las condiciones del entorno, en efecto, ya no es deducible que el sistema se encuentra en ese estado singular, existen otros estados igualmente accesibles. Por tanto, la única explicación es histórica o genética: es necesario definir el camino que constituye el pasado del sistema, enumerar las bifurcaciones atravesadas y la sucesión de las fluctuaciones que han formado la historia real entre todas las historias posibles”.[3]
Es decir, ocurre muchas veces que las cosas no debían necesariamente ser como fueron, pero una vez que han sido, podemos analizar su historia y explicar por qué fueron como fueron (perdón por el trabalenguas).
Hacia el año 2000 podía observarse un fenómeno estructural, tendencial, según el cual el sistema político uruguayo estaba mutando hacia la constitución de dos bloques diferentes a los que habían signado el siglo XX. Los antagonistas principales ya no serían blancos y colorados, sino por un lado una coalición “progresista” que incluía desde fuerzas socialdemócratas hasta la izquierda marxista, y por otro un bloque liberal-conservador, conformado por los dos partidos tradicionales que se reconocían parte de una misma familia ideológica. Fue de hecho la propia consciencia de que esta transformación era de tipo estructural, lo que motivó la reforma constitucional que introdujo la segunda vuelta. Veinte años después, el Partido Colorado se ha transformado en el socio menor de la familia liberal-conservadora. Pero este resultado en ningún modo estaba definido hacia el año 2000. El rol que cabría a cada partido dentro del bloque tradicional era entonces algo aún por definir.
Uno puede imaginar tres alternativas posibles. En primer lugar, podía ocurrir que los dos partidos del bloque conservador mantuvieran un peso similar –como habían tenido en la elección de 1994. En ese caso, cada primera vuelta resultaría en una elección competitiva en que cada partido pugnaría por pasar al balotaje. Algunas veces ganarían los blancos y otras los colorados. Presumo que era éste el escenario que se figuraban los dirigentes de ambos partidos. Pero podría ocurrir, también, que uno de los dos partidos tomara la delantera sobre el otro en forma significativa y duradera. Dado que para una parte importante del electorado liberal-conservador es indiferente qué partido lidere, era posible que tendieran a apoyar a aquel que vieran con más posibilidades de vencer al Frente Amplio. Así, hacia el año 2000 la transformación del sistema político –la coherencia- se encontraba en un momento crítico, “lejos del equilibrio”, de modo tal que un suceso podía dar lugar a un “punto de bifurcación” que volcara la evolución tendencial en uno u otro sentido. En 1999, la primera vez que el nuevo sistema se utilizó, el Partido Colorado aventajó al Nacional por una importante diferencia (33% a 22% de los votos válidos). En dicha elección los blancos tuvieron una de las peores votaciones de su historia. Pero no fueron las disputas en la interna blanca y la mala elección del Partido Nacional en 1999, sino la crisis de 2002, lo que dio lugar a un nuevo equilibrio. El haber estado en el gobierno durante la crisis –un fenómeno contingente- condujo a una pésima votación del Partido Colorado en la elección siguiente -2004- y desde entonces se ha percibido al Partido Nacional como el que, dentro del bloque liberal-conservador, puede disputar la presidencia al FA. Así, el PC se encuentra entrampado en un equilibrio desfavorable, en la medida que un conjunto importante del electorado del bloque lo considera como el socio menor y prefiere brindar su apoyo al que percibe como más fuerte. Dado que su motivación central consiste en desplazar al FA, los argumentos relativos a que puede votar al que saldrá tercero en la primera vuelta para votar al segundo luego no le son de recibo. Por el contrario, su interés principal es fortalecer al que dentro del bloque percibe como más fuerte, porque es él el que deberá enfrentar al adversario principal. En resumen, según esta especulación, el “suceso” del año 2002 fue determinante para que la transformación estructural que dio lugar al bloque liberal-conservador se compusiera de dos partes desiguales: un retador, que es el Partido Nacional, y un socio menor: el Partido Colorado.
Es posible, más bien probable, que todo este razonamiento esté equivocado. Pero quizá de él pueda surgir alguna hipótesis de trabajo interesante, y si no, no importa, porque me he divertido elaborándolo (cada uno se divierte como quiere).



[1] Prigogine & Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, pág. 54
[2] Prigogine & Stengers, La Nueva alianza, pp. 192
[3] Prigogine & Stengers, La Nueva alianza, pp. 193