viernes, 3 de abril de 2015

El exabrupto de Mercedes Vigil y la calidad de nuestra democracia

Hace años Carlo Guinzburg escribió un artículo sobre el nacimiento de lo que llamó el “paradigma indiciario”. Según Guinzburg, a fines del siglo XIX se combinaron una serie de desarrollos en el campo de la crítica del arte, de la literatura, y de la medicina, que tenían en común el señalar la significancia de los pequeños detalles porque en ellos que se encontraba indicios de una verdad más profunda. Así, por ejemplo, para asignar adecuadamente la autoría de una pintura, el crítico no debía concentrarse en los rasgos obvios del estilo pictórico, porque ellos eran los más fácilmente imitables. Debía, en cambio, concentrarse en detalles como las curvas de las orejas, porque era allí donde dónde se encontraba la clave de la autenticidad. Y era justamente este fijarse en los detalles, los indicios, lo que garantizaba la efectividad de ese producto literario del siglo XIX que fue Sherlok Holmes.
La primera vez que leí el artículo de Guinzburg lo hice con gran interés, porque diversos autores que respetaba habían señalado su importancia; aunque la verdad, en su momento no capté su valor. Con el tiempo he visto, sin embargo, que efectivamente existen muchas veces indicios, fenómenos realmente menores pero que contienen un significado mayor, por lo que su análisis permite entrever una realidad más profunda y sustantiva. El reciente exabrupto de la señora Vigil entra, en mi opinión, en esa categoría.
Primero aclaremos el contexto. El exabrupto de la señora Vigil no fue algo dicho al azar, una expresión desafortunada captada por un micrófono inadvertidamente encendido. No. Fue escrito,  publicado y reafirmado. ¿Cómo entender entonces semejante ordinariez de parte de quién se percibe a sí misma como un valor de la cultura nacional? En mi opinión pueden aventurarse dos razones que, aunque relacionadas, son diferentes. Ambas permiten explicar semejante salida de tono. La primera refiere a una circunstancia menor, relativa al lugar que ocupa la autora en la cultura nacional y cómo éste afecta su narcisismo. La segunda, más relevante, quizá sea un indicio de algo más importante respecto a la calidad de nuestra democracia, así como a nuestro carácter –querámoslo o no- de sociedad latinoamericana.
Si la calidad literaria y el aporte a la cultura se midiera en función de libros vendidos, parece claro que la señora Vigil ocuparía un lugar destacado entre nuestros intelectuales. Pero si así fuera, Corín Tellado sería más importante para la lengua castellana que Onetti (quizá incluso que Cervantes), Tinelli sería el máximo exponente de la cultura argentina, y Dan Brown el más importante entre los escritores vivos. Las razones por las que un autor alcanza reconocimiento por su aporte artístico son complejas y escapan a mi entendimiento. Tampoco puedo evaluar la calidad literaria de los libros de Vigil, no sólo porque carezco de la capacidad, sino porque no he leído ninguno (gente cuyo gusto aprecio me ha dicho que son malos y hay demasiados libros buenos que aún no he leído como para perder el tiempo). Lo que sí puedo afirmar, y puede hacerlo cualquiera que lea su blog, es que la señora Vigil se cree merecedora a un reconocimiento superior al que recibe. Como ello no ocurre, no sólo defenestra autores que son más exitosos que ella en este sentido, sino que se considera una víctima de una conspiración izquierdista que se las ha arreglado de alguna forma –incluso desde antes de 2005- para negarle el lugar que merece. No llama la atención entonces, que esa actitud de autovictimización la transformara en una persona resentida (recordemos que el tema central del post en cuestión es su frustración ante un Uruguay que no es, según dice, su lugar en el mundo) que necesita rebajar a “los conspiradores” para elevarse a sí misma. Ahí radica, creo, una parte de la explicación del incidente.
Pero pienso que hay otra dimensión que quizá sea un indicio de algo más profundo, y refiere a una situación que ha sido habitual en la historia latinoamericana: la indignación por parte de las elites ante el crecimiento de la influencia política de los sectores populares. Efectivamente, de Bolivia a Sudáfrica, pasando por Argentina y Chile, es habitual que cuando se produce un empoderamiento de los sectores populares, que además suelen tener el mal gusto de elegir como representantes a quienes ellos creen que mejor los representan, algunos elementos de la elite tradicional –estoy tentado de llamarlos intelectuales orgánicos de la oligarquía- salen a la palestra a denunciar la crisis de valores y la decadencia de la cultura. Lo que no admiten, porque todos estamos demasiado imbuidos del discurso democrático, es que lo que realmente les molesta es la idea de que el mecanismo de un ciudadano un voto pueda dar lugar a la elección de gobernantes que carezcan de la aprobación del patriciado vernáculo. Entonces salen a la luz los inquisidores que elevan la cruz para exorcizar el demonio del “populismo”, o, en la versión de Mercedes Vigil, el mal gusto a la hora de vestirse.

Mi trabajo en el área de la historia económica me ha supuesto estudiar la sociedad y la política chilena con una profundidad superior a lo que he hecho con la uruguaya, y la tradicional convicción de las elites trasandinas de tener una suerte de derecho divino respecto al gobierno de su nación fue algo que rápidamente captó mi atención. Siempre creí que allí radicaba una diferencia sustancial respecto de nuestro país, donde los elementos aristocráticos, como hace tiempo señaló Real de Azúa, siempre han sido más débiles. Sin embargo, cada tanto surgen indicios, como la grosería de la señora Vigil que me recuerdan que al fin y al cabo somos un país latinoamericano y aún queda mucha democracia por construir.